Esta primera entrega ofrece la respuesta más elemental a lo que parecía un complejo problema de cantidades: ¿cómo convertir un libro de algo menos de 300 páginas en un una trilogía de cerca de nueve horas? Y la respuesta es… aderezando el producto, hinchando la magia de Tolkin como si fuera un cuerpo adolescente en un gimnasio de esos que venden bidones vitamínicos a la entrada. Peter Jackson siempre ha apostado por los excesos, pero, hasta el momento, nunca habían faltado el ingenio y las formas. Aquí sí, El Hobbit es sólo levadura, una acumulación histérica sobre un referente literario que, de otra forma, habría inspirado una película preciosa donde la poesía no estuviera anulada. Jackson no hace nada que no haya hecho antes, pero lo que en la Trilogía de los Anillos uno disculpó por la monumentalidad del empeño (los fastidiosos planos aéreos, las imágenes ralentizadas) aquí es solo pura pereza, alargada artificialmente, con rollo kitsch élfico a lo cutre con intenciones new age que se quedan en eso, pretensiones... lástima de intento porque el libro daba para muchísimo más y se ha preferido el engrose y la grasa a la calidad y la esencia.
Nota: 7 sobre 10