A primera vista y sin prejuicios, esta peli corre el riesgo de ser despachada como una contestación en clave cine zombie al romanticismo baboso del cine. Nada más lejos de la realidad. Basada en una novela de Isaac Marion sirve para golpear con contundencia los estereotipos de ambos subgéneros: es decir, es un rapapolvo a la cursilería crónica del romanticismo adolescente de triste moda, y al romanticismo vampírico interracial en particular. Y de refilón se cachondea del absurdo inherente al cine de muertos vivientes.
Pero no, y he ahí la gracia, desde el trillado punto de vista del vivo asediado por los no-muertos, sino desde la perspectiva del zombie asediado por los vivos. El director bucea en el alma torturada de un zombie que añora las emociones y otras cosas del universo de los otros, que pasea su angustiosa existencia a cámara lenta por interminables pasillos de aeropuerto intentando producir conversaciones imposibles con conversadores imposibles.
Es decir, que encuentra una estrategia brillante para despellejar lugares comunes sin dejar de ser, al mismo tiempo, a ratos divertida y emotiva, comedia romántica que reivindica ese último reducto de humanidad que habita en el corazón del zombie, que el cine nunca o casi nunca se atrevió a explorar, y al que le sacan máximo partido mirando el fenómeno zombi con ojos nuevos.
Si a eso sumas una planificación tan notable y un trabajo de fotografía, de nuestro Javier Aguirresarobe, tan brillante, tiene atmósfera, sentido del humor brillante, insolencia e, incluso, corazoncito, siendo una de las propuestas más refrescantes y apetecibles del pre-verano.
Nota: 6 sobre 10